viernes, 14 de diciembre de 2012

Palabras de Pescador



1- Una Voz en el Desierto

En estos días que parecen finales, en estos días en que estamos tan cerca de la vuelta de mi Señor, quiero contarte mi historia desde esta cruz, en la que me ha tocado entregar mi vida.

Fueron solo tres años, pero que intensos e inolvidables. 

Soy Andrés. Soy judío, aunque mi nombre es de origen griego. Nací en un pueblo llamado Betsaida, a orillas del lago de Galilea.

Me encuentro tan lejos de casa. Tan lejos de todos. Quizás te preguntes cómo llegué hasta acá. Hoy puedo decir que por amor. 

Sé que mis días están contados. Pero aun así cómo olvidar esas palabras. Cómo olvidar esa mirada me que invitaba a seguirlo. Cómo callar lo que sentí y todavía después de tanto tiempo siento. Por eso desde aunque me ves sufriendo, estoy contento porque a pesar de todo todavía puedo anunciar al Cristo y contarte esta historia, para dar testimonio que una vez el amor vino a este mundo, pero el mundo no lo conoció…

Las ansias por Dios crecían en mí continuamente. La sensación de un vacío inexplicable, y una soledad que no acababa me movían a la búsqueda de aquel que me devolviera a una vida plena.

Había recorrido gran cantidad de kilómetros en la búsqueda. Ríos, montañas, quebradas y hasta en la orilla de los mares, y aquello que prometía ser mi salvación dejaba traslucir lo que es puramente humano. 

Mi hermano, mi padre y mis parientes me desanimaban. Insistían en que debía conformarme con mi destino, con mi trabajo y mi religión. Pero como silenciar esa voz que irrumpía  en mi interior y me decía: “Andrés, no te canses de buscarme”.

Fue así que descubrí en el camino señales de algo maravilloso y nuevo. En el desierto se alzaba la palabra de un hombre que parecía hablar en nombre de Dios. Se llamaba Juan y su popularidad crecía día a día. Aunque sonaba duro, todo lo que decía guardaba la esperanza del cambio.

Tardaba tres día de viaje para llegar hasta un río llamado Jordán. Allí eran muchos los que escuchaban, pero también éramos muchos los que teníamos dudas. ¿Cómo confiar si ya habían venido otros y todos terminaban defraudando al pueblo?
Una tarde en que yo escuchaba sentado en una piedra, se abrió entre la multitud una comitiva venida desde Jerusalén, conformada por sacerdotes y levitas (1). Ellos también dudaban, no porque les interesara creer, sino que tenían miedo ante quien se hiciera popular en el pueblo.
Juan los miró y siguió hablando, pero ellos lo interrumpieron preguntándole si él era Elías. En ese momento el silencio fue absoluto, todos prestamos atención, quizá porque queríamos escuchar de su boca esa declaración tan esperada. Entonces respondió: “No lo soy”. Nosotros nos desilusionamos, ellos se alegraron, pero no acabaron con sus cuestionamientos: “¿Eres el profeta?”. Juan fue sincero y volvió a responder con un no. Sin embargo no quedaron conformes y volvieron a insistir:

- ¿Quién eres? Tenemos que llevar una respuesta a quienes nos enviaron ¿Qué dices de ti?

Juan dejó de mirarlos y hablo ya no para ellos sino para todos los que escuchábamos:

- Yo soy la voz del que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor, según dice el profeta Isaías.

Entonces, muchos se alejaron porque esperaban algo más, esperaban que se cumpliera en Juan la promesa que el pueblo guardaba en lo profundo de su corazón. Yo también me levanté para irme, pero me detuve cuando escuche que alguien hacía una nueva pregunta:

- Si no eres el Mesías ni Elías ni el profeta ¿Por qué bautizas?

- Yo Bautizo con agua. Pero entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mí, y yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia. Yo bautizo con agua, pero él los bautizará con fuego y con espíritu.
Eso fue lo último que Juan dijo ese día, luego se alejó caminando por la orilla del río Jordán. Creo que él también esperaba que llegase el Mesías. Pero él creía verdaderamente y tenía el coraje de anunciarlo a los cuatro vientos. Por eso muchos lo seguían y se hacían bautizar. Llevaba un manto hecho de pelo de camello, con un cinturón de cuero en la cintura y comía saltamontes y miel silvestre(2).


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(1) Juan 1, 19-28

(2) Marcos 1, 6

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