viernes, 26 de agosto de 2011

Una señal de Dios


Una señal de Dios
"Pero el Señor no estaba en el terremoto"

Carlos espera señales de Dios. Tiene que tomar una decisión importante en su vida. Cuanto le gustaría que un cartel luminoso le indicara el camino por dónde ir. Se siente perdido, paralizado, la duda no lo deja decidir. Cómo saber si lo que siente es lo que él quiere o lo que Dios le está pidiendo. Cómo saber si el camino que está por elegir es lo que Dios quiere para su vida. Necesita una señal clara de Dios.

Habiendo llegado Elías a la montaña de Dios, el Horeb, entró en la gruta y pasó la noche. Allí le fue dirigida la palabra del Señor. El Señor le dijo: «Sal y quédate de pie en la montaña, delante del Señor». Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero el Señor no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírla, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se quedó de pie a la entrada de la gruta (1 Reyes 19, 9 y 11-13a).

A cuantos de nosotros nos gustaría que Dios fuera más claro, que Dios nos hablara sin vueltas y nos dijera qué quiere de nosotros, que nos diga qué hacer y por dónde ir. A cuantos nos gustaría que una señal luminosa, un trueno en el cielo o un terremoto confirmaran lo que Dios quiere de cada uno.  A cuantos nos gustaría en un momento de duda, abrir la biblia y justo nos toque la lectura que nos diga lo que tenemos que hacer.  Esperamos acontecimientos extraordinarios, pero “El Señor no estaba en el viento”.

Un auto cruza el semáforo en rojo a 120 kilometros por hora.  Choca con otro auto y su conductor muere en el instante. ¿Acaso no hubo para él una señal? ¿Acaso no estaría vivo  si se hubiese detenido con la señal de transito?

Dios continuamente nos manda señales, muchas de ellas casi imperceptibles porque son cotidianas, porque nos acostumbramos a verlas y no les prestamos atención. Dios manda señales, pero no podemos esperar a que decida por nosotros, a que tome decisiones por nosotros. Dios nos hizo libre, y respeta esa libertad.
¿Entonces cómo sabemos qué hacer con nuestra vida? Haz lo que te guste, y que eso que te guste lo hagas bien, y que al hacerlo también sea de bendición para los que te rodean.  ¿Tan simple? Sí, tan simple como el rumor de una simple briza.

Lo correcto es aquello que te da paz.  Y Dios estaba en la Paz. 

martes, 2 de agosto de 2011

El prójimo: Tan cerca, tan lejos...

El prójimo: Tan cerca, tan lejos...      
       
                  En la puerta de la iglesia una señora pide todos los días monedas.  Juan va al grupo de jóvenes, participa activamente de la misa, le gusta leer la biblia. Siempre pasa cerca de la señora que pide, nunca se animó a hablar con ella.
                Carla no va a la iglesia, pero participa en organizaciones de caridad. Pasa habitualmente en frente de la señora y cada vez que esta extiende la mano le da una moneda. Luego continúa el camino.
                Esteban, nunca participó de un grupo de jóvenes, ni de la iglesia, ni siquiera de alguna organización social, pero algo le pasó en el corazón cuando vio a la señora que pedía. Entonces, se sentó junto a ella y le preguntó su nombre. Ella, la señora, extrañada le dijo que se llamaba Ester. Así pasaron un rato largo hablando de la vida…
¿Quién de los tres se comportó como prójimo?
                Para responder a esta pregunta conviene recurrir a la palabra de Dios, ella nos iluminará para poder discernir lo correcto.
“Y entonces, un doctor de la ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿Qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Jesús le preguntó a su vez: “¿Qué está escrito en la ley?” Lc. 10,  26.
¿Qué hemos aprendido en la catequesis? ¿Qué nos dice nuestra fe?, ¿Qué leemos cada domingo en el evangelio?, “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todas tus fuerzas… y al prójimo como a ti mismo, ¡Haz esto y tendrás vida!”. Lc. 10, 27
                La mayoría de nosotros daríamos la misma respuesta, por lo menos teóricamente, pero la primera cuestión es si nos la creemos de verdad y si la vivimos. ¿Estamos convencidos que el amor a Dios y a los demás es tan importante para vivir y que nos pide que organicemos nuestra vida de acuerdo con esa convicción?
                Y, acto seguido, Jesús pide al maestro de la Ley que lo cumpla, que no se limite a formularlo. A menudo estamos convencidos que por el hecho de saber una cosa, ya la hacemos, y no es del todo cierto.
“Pero el doctor de la Ley para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: <<¿Y quién es mi prójimo>>.” Jesús respondió: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto. Casualmente, bajaba por aquel camino un sacerdote y, al verle, siguió de largo.
De igual modo, un levita que pasaba por aquel sitio le vio y siguió de largo.
Pero un samaritano que iba de camino llegó junto a él, y al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos monedas, se los dio al posadero y dijo: "Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva."
¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?»
Él dijo: «El que practicó la misericordia con él». Jesús le dijo: «Vete y haz tú lo mismo». Lc. 10, 29-37

                La respuesta de Jesús es que no debemos preguntar a quien hemos de amar, ya lo hallaremos en el camino de la vida; por tanto, hagamos como el buen samaritano. El buen samaritano es aquel que sabe descubrir la persona que lo necesita al cruzarse con ella. Es aquel que sabe descubrir con realismo y sensatez a quien lo necesita. Aquel hombre herido era un desconocido, y ahora es cercano. Era alguien marginado en el camino de la vida y, por medio de la acción del buen samaritano, se ha hecho sujeto de amor. El buen samaritano se ha convertido en alguien próximo, cercano, a quien lo necesita.
                El Señor nos anima a una compasión efectiva y práctica, que pone el remedio oportuno, ante cualquier persona que encontremos lastimada en el camino de la vida. Estas heridas pueden ser muy diversas: lesiones producidas por la soledad, por la falta de cariño, por el abandono; necesidades del cuerpo: hambre, vestido, casa, trabajo...
                La parábola nos descubre también que las exigencias del amor cristiano son ilimitadas. El amor cristiano no excluye a nadie, nos debemos a toda persona que nos necesite. Por lo tanto, reducir el amor cristiano a los límites de mi pueblo, de mi raza, mi religión, mi ideología, mi familia, mi clase social...no es una actitud cristiana. La postura verdaderamente cristiana es la de un amor universal que no excluye a nadie. Pero, ¡atención!, hablar de un amor universal, sin fronteras, no es quitar realismo, eficacia ni concreción al amor cristiano. Amar a todos los hombres se traduce, en la vida limitada de una persona, en amar totalmente a quienes están junto a mí. Puedo decir que amo a todos los hombres en la medida que amo totalmente a los que puedo amar prácticamente porque están junto a mí. Entonces puedo decir que mi amor es universal.
                Recordemos esa escena del antiguo testamento, cuando Dios le pregunta a Caín por su hermano Abel: Entonces el Señor preguntó a Caín:<<¿Dónde está tu hermano?>>. <>, respondió Cain: <>. Pero el Señor le replicó: <<¿Qué has hecho? ¡Escucha! La sangre de tu hermano grita hacía mí desde el suelo…” Gn. 4, 6. Debemos aprender entonces que somos RESPONSABLES DE NUESTROS HERMANOS. Debemos aprender que en algún momento se nos preguntará qué hicimos con nuestros hermanos, se nos preguntará dónde están!!! Y para dar el primer paso, lo primero es empezar por casa, por nuestra familia, por nuestros padres, nuestros hermanos, nuestra esposa o novia. Allí es donde a veces se nos hace más difícil en lo cotidiano, eso son los primeros que tenemos que levantar del camino, esos son los primeros que están heridos, cansados, y necesitan de nuestros cuidados. ¿Para qué irnos tan lejos cuando los necesitados están tan cerca?
                A veces de lo que estamos lejos, bien lejos es de la verdad, la sabemos pero nos cuesta tanto practicarla. Cuantas veces pasamos INDIFERENTES ante alguien que nos extiende la mano, que nos pide algo, cuantas veces hacemos oídos sordos ante los pedidos de ayuda de nuestra madre que necesita que la ayudemos en la tarea de la casa, o cuantas veces nos cuesta comprometernos en organizaciones o en la iglesia para ayudar a los más pobres.
                ¿Y cuando nosotros necesitamos? Ahí cuando nosotros necesitamos no tenemos ni el menor reparo de molestar a los demás, o de exigirles que me den. Así es que uso a las personas como objetos que sirven para saciar nuestras necesidades y nuestras pasiones. Así es que le pedimos a nuestra madre que nos planche, que nos lave la ropa. A nuestro padre que nos de plata para salir. A nuestra novia que la usamos para sacarnos las ganas… Que importante sería ver a la persona que tenemos al lado como al prójimo, y no por lo que es o tenga para poder sacarle algún provecho.
¿Cómo es posible que trate así a las personas que debería amar? ¿Cómo es posible que las siga lastimando?
Hay un dicho que dice: “No hagas a otros lo que no te gusta que te hagan”. Ahí está la clave, debemos tratar a las personas como nos gusta a nosotros que nos traten. Debemos recordar las enseñanzas de Jesús: “Amaras al Señor tu Dios y al prójimo como a ti mismo”. Si a nosotros nos gusta que nos presten atención debemos darla nosotros primero, si nos gustan que nos saluden debemos saludar primero, si nos gusta que nos sirvan debemos servir primero. Y todo esto sin importar recibir nada a cambio, sin esperan que me devuelvan los favores que hago. ¿Y a quién debo servir? ¿Solamente a los que me quieren? «Ustedes han oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pero yo les digo: Amen a sus enemigos y oren por sus perseguidores, así serán hijos del Padre que está en los Cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores. Porque si aman a los que los aman, ¿qué mérito tiene? ¿Acaso no hacen eso también los publicanos? Y si saludan solamente a sus hermanos, ¿qué hacemos de extraordinario? ¿Acaso no hacen eso también los paganos? Sean entonces,  perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto.» (Mateo 5, 43-48)
            Jesús, nos manda a amar al prójimo como a mí mismo, y aún más: amar a los demás como Jesús los ama. Y Él no ama sólo a los que lo aman, sino que se preocupa de «buenos y malos,» y da su vida por «justos y pecadores.» Por eso, también yo he de querer a todos: a los que me caen mejor y a los que me caen peor; a aquellos con los que me lo paso bien, y a los que son un poco más pesados o cargosos. El verdadero amor no hace grupitos, no selecciona ni separa. El que ama sólo a los que le aman, a los que le caen bien o a aquellos con los que se divierte o le hacen favores, no deja de ser un egoísta que -casi sin darse cuenta- está calculando siempre el beneficio personal entre lo que da y lo que recibe. Recordemos que Jesús nos ha enseñado que «en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor entre vosotros» Es decir, el modo propio y distintivo de comportarse del cristiano es el amor verdadero: no el «amor» egoísta, sino el que se sabe entregar por todos, el que no distingue entre amigos y enemigos. Este mismo deber se extiende a los que piensan y actúan diversamente de nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos.
                Entonces ¿Quién es mi prójimo? ¿Quién es mi hermano? ¿A quiénes debo ayudar? A todos, a los buenos, a los malos. A los que lloran por su culpa y a los que lloran por las culpas de otros. Ayudar al que perdió la fe y al que duda. Ayudar al que persevera y al que apenas inicia. Ayudar a quienes lo merecen y a quienes no, ayudar a quienes no nos agradan, a quienes no toleramos, orar por ellos, por todos. Significa: Respetar a cada prójimo como una persona humana, como hijo de Dios, como hermano de Cristo y templo vivo del Espíritu Santo: No hacerle daño en cuerpo y alma, respetar su libertad personal, sus ideas y sus tiempos; saber comprender a cada persona y aceptarla como es, con sus virtudes y defectos; ayudar a cuantos necesitan y brindar, nuestro apoyo material o espiritual: una buena palabra, una sonrisa, un consejo, una ayuda material.
Si importar que lo que hagamos se nos devuelva, notaremos en nuestra vida un cambio profundo, notaremos un crecimiento interior, una alegría y una paz que no encontraremos en otro lado. Las personas son irrazonables, inconsecuentes y egoístas: ámalas de todos modos. Si haces el bien, te acusarán de tener oscuros motivos egoístas, haz el bien de todos modos. El bien que hagas hoy será olvidado mañana, haz el bien de todos modos. Alguien que necesita ayuda de verdad puede atacarte si le ayudas, ayúdale de todos modos. Da al mundo lo mejor que tienes y te golpeará a pesar de ello, da al mundo lo mejor que tienes de todos modos.
“Busqué a Dios, y no lo encontré. Me busqué a mí mismo y no lo hallé. Busqué a mi prójimo y nos hallamos los tres.”


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