lunes, 13 de agosto de 2012

No murmuren.


No podían creer lo que había cambiado. No podían creer que ahora viniera hablar de Dios y del amor al prójimo. Si era el mismo que hacía travesuras en la escuela, si era el que desaprobaba los exámenes, si era el que muchas veces se copiaba. Era también el mismo que se juntaba en la esquina, que salía a la noche, que volvía borracho, que se acostaba con distintas chicas cada viernes.
Sin embargo él se sentía distinto. Dios había transformado su vida. Este era un tiempo para afrontar un gran desafío, demostrarle a todo el mundo que él había cambiado. Y todo el mundo estaba expectante para ver sus errores, sus equivocaciones, para decirle que seguí siendo el mismo de siempre, para pisarlo ante la primera caída.

Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: "Yo soy el pan bajado del cielo". Y decían: "¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: 'Yo he bajado del cielo?'". Jesús tomó la palabra y les dijo: "No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: 'Todos serán instruidos por Dios'. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo". Jn 6, 41-51

Murmuraban. Así empieza la lectura. Con la murmuración de la gente, que no puede creer las palabras de Jesús. Y no las pueden creer porque conocen a Jesús, porque lo vieron crecer, porque conocen a su familia. No pueden ver en lo cotidiano la presencia de Dios. No pueden percibir que Jesús era mucho más que lo que veían.
Nos llevamos muchas veces por las apariencias. Juzgamos a la gente por la apariencia. Ya lo dice el refrán: “La primera impresión es la que cuenta”. De esta forma limitamos el potencial de las personas, les decimos: “Vos solo podes hacer esto, porque solo servís para esto, porque no podes dar más que esto”.
Es mentira. Es mentira que porque tus padres fueron de una forma, vos tenes que ser igual. Es mentira que no podes ser distinto. No tenes que ser abogado porque tus padres son abogados. No tenes que ser albañil porque tu papá fue albañil. Vos podés ser lo que quieras. No debés dejar que te digan lo que podes y no podes ser. Te imaginás si Jesús hubiese dicho: “No puedo ser el pan vivo bajado del cielo, porque mis padres son María y José, porque mis padres son pobres, porque mis padres no son poderosos, porque mis padres son simples humanos”.
Si crees que Dios te está llamando para hacer de tu vida algo distinta, ¡adelante! Seguro que hay muchos mejores, pero Dios te eligió a vos. Seguro que hay muchos más santos, pero Dios te está llamando a vos. Lo que pasa es que debemos entender que Dios ve las cosas de otra manera. Solo Dios puede ver el principio y el final de cada persona, de cada vida. Solo Dios puede decir cuánto puede dar una persona, solo Dios puede medir cuánto ha cambiado una persona, solo Dios puede ver lo que sufre una persona cuando quiere cambiar y se la juzga por todo lo que hizo en el pasado.
Hay que comprender que es difícil olvidar. Si yo fui siempre un hijo de su madre, no le puede pedir a la gente que crea en mí. Si siempre fui un mentiroso, no le puedo exigir a la gente que me confíe sus secretos. Debo darle tiempo, no puedo también ponerme en el lugar de juez.
Antes de prejuzgar a las personas debemos pensar siempre en positivo. Debemos concederles a las personas el beneficio de la duda. Pensar siempre lo mejor de la gente. Si el otro en quien confiaste te traiciona la confianza, el problema es de él, es él el que está haciendo mal, y vos estarás haciendo bien. Es como el que saluda y el otro no saluda. ¿Quién hace mal? ¿Quién tiene la actitud equivocada, quién queda como un mal educado? Dios tendrá en cuenta tu gesto, tu amor por el otro.
Debemos también creer en el poder de las palabras y lo determinantes que pueden ser. Si le digo a una persona que nunca va a cambiar, es probable que nunca pueda. Si le digo a alguien que es un inútil, es probable que lo crea. Más nefasto es si los que nos desalientan, los que no creen en nosotros son nuestra propia familia. Hay padres que nunca le dicen una palabra de animo a sus hijos, que nunca les dicen que creen en ellos. Hay muchos padres que tratan a sus hijos de idiotas, de tontos, de vagos, etc. ¿Cómo podrán estos niños dejar de creer en eso que les dijo su padre?
Debemos limpiar nuestros ojos y empezar a creer en las personas, aun a riesgo de desilusionarnos. Si no lo logramos puede ser que nos estemos perdiendo de ver al “pan vivo bajado del cielo”.

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