En aquel tiempo, al enterarse Jesús de la muerte de Juan, el Bautista, se marchó de allí en barca, a un sitio tranquilo y apartado. Al saberlo la gente, lo siguió por tierra desde los pueblos. Al desembarcar, vio Jesús el gentío, le dio lástima y curó a los enfermos. Como se hizo tarde, se acercaron los discípulos a decirle: «Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer.» Jesús les replicó: «No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer.» Ellos le replicaron: «Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces.»
Les dijo: «Traédmelos.» Mandó a la gente que se recostara en la hierba y, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y se los dio a los discípulos; los discípulos se los dieron a la gente. Comieron todos hasta quedar satisfechos y recogieron doce cestos llenos de sobras. Comieron unos cinco mil hombres, sin contar mujeres y niños. Mateo 14,13-21
Cuando somos pequeños una de las primeras cosas que nos
enseñan en nuestra casa es a compartir. Parece que no nos nace fácilmente dar
algo que tenemos, ya que también una de las primeras cosas que aprendemos es a
decir “es mio”.
Yo vengo de una familia de 7 hermanos. Mis padres muchas
veces no podían comprarnos ropa a todos, a veces teníamos que esperar nuestro
turno para tener unas zapatillas nuevas. Pero teníamos que aprender a compartir
a la fuerza cuando pasábamos la ropa que ya no nos quedaba más, a nuestros
hermanos menores. Las peleas que hubo en mi casa porque uno le sacó la ropa al
otro, porque no se la pidió prestada, porque justo cuando querías usarla tu
hermano te la había ensuciado y estaba para lavar. Cuánto nos costó aprender a
compartir, fueron peleas, lágrimas, discusiones.
Cuesta al principio descubrir la felicidad que se esconde en
el compartir lo que tenemos. Se trata de entender que el otro, mi hermano, mi prójimo
es mucho más importante que cualquier cosa, objeto, que yo tenga. Se trata de
entender que siempre tenemos algo para dar, que siempre podemos ayudar con
algo, que siempre hay “siete panes y dos peces”.
A veces nos atamos tanto a las cosas que nos cuesta
desprendernos de ellas, le tomamos cariño a esos objetos que ya no usamos, las
guardamos porque pensamos que en un futuro nos puede servir y con los años nos
damos cuenta que nunca los vamos a volver a usar, pero nos da lástima dárselo a
otro, ya que quizás este no les dé el valor que nosotros le dábamos.
Entre todas las cosas que más nos cuesta dar, se encuentra
el tiempo. Decimos que el tiempo vale oro, pero el oro siempre se puede
recuperar, sin embargo el tiempo que se comparte con el otro no se recupera
nunca más. Por eso hay que valorar mucho al que nos ofrece su tiempo.
Ya sea un objeto, algo material, nuestro tiempo, nuestros
dones, nuestro servicio, siempre hay algo que tenemos que para compartir. Y
cuando se aprende a compartir la dicha se va multiplicando casi como un
milagro, alcanzando a todos los que están necesitados.